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V. BLASCO IBÁÑEZ

chera cariñosa, se arrojaba sobre él, le agarraba la cabezota enorme cubierta de pelillos rubios, su bola de oro, según ella decía, y cuando Pilín gimoteaba próximo á la sofocación, la caricia bajaba, tibia, cariñosa, y la infantil señora, con tanta unción como si adorase la santa faz, besuqueaba furiosa las nalgas de rosa del muñeco con esa fuerza de estómago que sólo tienen las madres.

¿Y él?... Estaba sublimemente ridículo en la adoración de aquel monigote que le llegaba á los cuarenta y cinco bien cumplidos. La mamá y el niño salían á recibirle en la escalera, y loe vecinos veíamos cómo después de comerse á besos á Pilín, se lo echaba al hombro y se metía dentro andando con majestad, como un San Cristóbal, con chistera y lentes. ¡Y pensar que por bajo del bigote aun le revoloteaba la vindicta pública, la espada vengadora de la ley, la acusación justa... todas las palabrotas con que regalaba veinte años de presidio al primero que caía bajo su mirada iracunda de acusador!

Los periódicos se hacían lenguas de su elocuencia, de la lógica con que formulaba sus acusaciones, pero él así hacía caso de tales elogios, como si fuesen dirigidos al Gran Turco. La fama le preocupaba poco: lo único que le enorgullecía era ser padre