cabo, con sus profundas cuevas, donde las señoras del golfo en estado interesante iban á depositar sobre el tapiz de hierba fina sus innumerables huevos.
El jadeante reig, que no podía ya con su alma, llegó junto a las rocas y dijo con angustioso ronquido:
— Ya llegué.
Pero la vocecilla cargante contestó con timbre de falsete:
— Yo primero.
El muy granuja acababa de saltar desde el interior de la agalla, y se pavoneaba ante el hocico del cansado reig, como si hubiera llegado mucho antes.
El sencillo animalote no sabía qué ha cer. Sintió tentaciones de darle un trompis al insolente bicho que lo convirtiese en pa pilla, pero encorvándose se llevó varias veces la cola entre los ojos y se rascó con expresión reflexiva.
— Bueno—roncó por fin—. En esto debe haber trampa, pero la palabra es palabra. Mocoso, manda lo que quieras; seré tu criado.
Y el viejo pescador, terminado su cuento, sonreía y guiñaba los ojos maliciosamente.