parencia de nácar bajo el brillante fanal de alguna caracola hueca; los salmonetes huían en bandadas, esparciéndose como el brillan te chisporroteo de una hoguera aventada, y en aquel mundo verdoso é inquieto, el paso veloz del enfurecido animalote producía entre los torbellinos de la espuma un hervor de carmín y plata, de escamas que despedían al huir fantásticos reflejos y colas que se agitaban con la ansiedad del pánico.
Una rozadura del reig bastó para arrancarle dos patas á una langosta, y la pobrecita, apoyada en un salmonete que se prestaba á ser su procurador, emprendió la marcha hacia las Columbretes, para pedir justicia y venganza á algún tiburón de los que rondan aquellas islas.
Dos alegres delfines que estaban acabando de merendarse un atún putrefacto, levantaban sus moaros de cerdo y se burlaban de su amigóte gritando:
— i A ese, á ese, que está loco!
Y decían verdad; si no estaba loco, poco le faltaba; aquella maldita risa del esparrelió la tenía siempre en los oídos, y el pobre animal corría y corría espoleado por la ver güenza de ser vencido.
Por fortuna, en el verdoso y confusa horizonte comenzaron á marcarse las masas negras de las estribaciones submarinas del