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V. BLASCO IBÁÑEZ

á tomar el fresco, el reig y el esparrelló llegaron al sitio donde se aclaraban las aguas con un dulce tono de esmeralda líquida.

El gigante dio unos cuantos coletazos alegres, roncó, haciendo hervir el agua con sonoras burbujas, y se puso en facha para correr.

— Mira, chiquitín: sé que te quedarás atrás, pero no pienses en huir, porque te buscaría por todo el golfo. Aunque grandote, no soy tan bruto como crees.

— Menos palabras, y al avío.

— ¿Vaya, chiquillo?

— Cuando quieras.

— Pues [va! ¡Caballeros y qué modo de correr! Aquel reig era una tempestad. Al primer coletazo salió como un rayo, envuelto en espuma, moviendo un estrépito de todos los demonios. Tan ciego iba, que casi se estrelló los morros contra la popa de una fragata in glesa cargada de guano que había.naufragado veinte años antes y estaba hundida en la arana como una carroña carcomida por los miles de pececillos que se albergaban en su vientre.

Pasó adelante sin sentir el encontronazo, jadeante, enfurecido, moviendo á un tiempo cola, aletas y agallas, de un modo