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V. BLASCO IBÁÑEZ

lejos debilitábase hasta tomar tonos de rosa. La estrecha faja verde que recortaba^ el límite del horizonte delataba que era un mar lo que parecía mundación de tisana.

Y mientras mirábamos la rojiza extensión, en cuyo límite se marcaba como ligera nubécula el cabo de San Antonio, la arremangada gente de Nazaret tiraba de los bolichones ó se arrojaba en el agua sucia.

El viejo adivinaba el éxito de la pesca. Aquel era un buen día. Iban á caer los esparréllons como moscas.

Y eso que el esparrelló era el bicho más ladino y malicioso que se paseaba por el golfo.

¿Que no lo sabía yo? Pues atención, que para comprender cómo las gastaba el tal animalito, iba á contarme un cuento, que indudablemente sería un sucedido, pues de no ser así, no se lo habría contado á él su padre.

Y el buen viejo, siempre en cuclillas, sin soltar la pipa comenzó á contarme el sucedido con su seriedad de lobo de playa, en un valenciano pintoresco, cuyas palabras silbaban al pasar por entre las despobladas encías.

También aquel día había crecido el río,