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V. BLASCO IBÁÑEZ

do cómo la multitud abría paso á algunos amigos del Desgarrat que conducían en hombros un objeto largo y negro.

— ¡Gori, gori, gori!—aullaba la multitud, parodiando el canto de los entierros.

Y el novio vio pasar en la punta de un palo, á guisa de un guión, unos cuernos, enormes, leñosos y retorcidos, y después un ataúd, en cuyo fondo descansaba un monigote con dos grandes marañas de pelo en lugar de las cejas.

jCristo, aquello era para él! Ya se atrevían á lanzarle en el rostro aquel apodo de Sellut que nadie había osado proferir en su presencia.

Rugió apartándose del ventanillo, buscó á lo largo de la pared, á tientas en la obscuridad, algo apoyó en su rostro contraído por la rabia y sonaron dos truenos que hicieron parar en seco la ruidosa cencerrada. Había tirado á ciegas, pero tal era su deseo de matar, que hasta estaba seguro de haber acertado.

Se apagaron las rojas antorchas, oyóse el rumor de la gente que huía apresurada y algunas gritaban desde la calle:

—¡Pillo... asesino! El Sellut es. Asómat, granuja.

Pero el tío Sentó nada oía. Estaba plan tado en medio del estudi como asombrado