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V. BLASCO IBÁÑEZ

¡Pero qué cencerrada, señores! Era en toda regla, con coplas alusivas que la gente celebrada con carcajadas y relinchos, y cuando cesaba momentáneamente el estrépito de latas y cencerros, sonaba la dulzaina con sus gangueos burlones, y una voz acatarrada que conocía Marieta (¡vaya si la conocía!) hablaba de la vejez del novio, de lo carasera que había sido la novia y del peligro en que estaba el tío Sentó de ir al día siguiente al cementerio si quería cumplir su obligación.

— ¡Morrals! ¡Indesens!—rugía el novio, é iba loco por el estudi manoteando como si quisiera exterminar en el aire aquellas coplas que venían de fuera.

Pero una malsana curiosidad le dominaba. Quería ver quiénes eran los guapos que se atrevían con él, y de un bufido apagó el velóu, abriendo después un ventani lio de la reja.

La calle entera estaba ocupada por el gentío. Algunos haces de cáñamo seco ardían con rojiza llama, y su resplandor de incendio abarcaba el corro principal de la cencerrada, dejando en la obscuridad el resto de la muchedumbre.

Allí estaban los autores. El Desgarrat al frente y toda la parentela de la siñá Tomasa. Pero lo que más indignaba al tío