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V. BLASCO IBÁÑEZ

Ya no quedaban en la casa más que los padres de Marieta y algunos parientes.

El tío Sentó mostraba impaciencia. Cada mochuelo á su olivo. Después de un día tan agitado, ya era hora de dormir. Y bajo las enormes cejas brillábanle los ojuelos con expresión ansiosa.

— ¡Adiós, filia mehua!—gritaba la madre de Marieta—. ¡Adiós!...

Y lloraba abrazándose á su hija, como si la viera en peligro de muerte.

Pero el padre, el viejo carretero, que llevaba media bodega en la panza, protes taba con lengua torpe y socarrona indignación: ¡Reden! No parecía sino que á la chica la habían sentenciado y la llevaran al cara falet. Vamos, hombre, que era cosa de caerse de risa. ¿Tan mal le había ido á la madre cuando se casó?

Y empujaba á su vieja para desasirla de Marieta, que tambiéu derramaba lágrimas; y entre suspiros y gimoteos fueron hasta la puerta, que cerró el tío Sentó, pasando después los cerrojos y la cadena.

Ya estaban solos. Arriba, en el grane ro, dormía la tía Pascuala; en la cuadra se acostaban los criados; pero en el piso bajo, en la parte principal de la casa, sólo estaban ellos entre los desordenados restos del