V. BLASCO IBÁÍÍEZ
Aquel maldito era capaz de todo. Aun le parecía oir las últimas palabras de la noche en que se despidieron para siempre. Se acordaría de él, ya que por avaricia quería casarse con el tío Sentó; y ella sabía que aquel bruto con su cara de hereje era capaz de hacer algo que fuese sonado. Lo más raro era que á pesar de sus temores, el furor del Desgarrat le producía cierta inex plicable satisfacción. No había remedio; aquel maldito le tiraba mucho. No en balde se habían criado juntos.
La comida se animaba. Estaban ya limpias las paellas; ahora entraban los primores de la tía Pascuala y la gente acometía los pollos asados y rellenos, las fuentes enormes de lomo con tomate, toda la cocina indígena, sólida y pesada, que desaparecía en las fauces siempre abiertas de aquellos glotones.
Los graciosos alegraban la comida. El cura declaraba que ya no podía más, y el notario pellizcábale el tirante abdomen, buscando un huequecito para convencerle de que debía llenarlo. Algunos comenzaban á estar alumbrados, y con lengua estropajosa les decían á los novios cosas que hacían guiñar los ojillos al tío Sentó y enrojecer a Marieta.
Llegaron los postres con el famoso vino