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V. BLASCO IBÁÑEZ

se habían puesto frescas y formaban corrillos charlando de sus asuntos de familia; correteaban los chicos en las cercanías del estudi, atraídos por el tesoro que encerraba, y en la puerta de la calle sonaba la incansable dulzaina de Dimdni mientras que la granujería se empujaba dándose cachetes, ó rodaba en el polvo por alcanzar los puñados de confites que venían de dentro.

Llegó el instante solemne, y las paellas burbujeantes y despidiendo azulado humo fueron colocadas sobre la mesa.

Los convidados se apresuraron á ocupar sus asientos: ¡vaya un golpe de vista! Lo que decía el cura con asombro: ¡ni en el festín de Baltasar! Y el notario, por no ser menos, hablaba de las bodas de un tal Camacho, que había leído en no recordaba qué libro.

La gente menuda comía en el corral.

Y allí también, en una mesita como de zapatero, estaba Dimdni, el cual á cada instante enviaba el acólito adonde estaban los pellejos para que llenara el porrón.

¡Cuerpo de Dios, y qué bien lo hacía toda aquella gente! Las dentaduras, fortalecidas por la diaria comida de salazón, chocaban alegremente y los ojos miraban con ternura aquellas paellas como circos, en las cuales los pedazos de pollo eran casi tantos