atadas puntas pasados por el brazo y hen chidos de confites que habían de tirar á la salida de la iglesia.
Los curiosos que quedaron en la puerta miraban á la taberna de la plaza. Hacia ella se fué el dulzainero, como si le molestasen los sonidos del órgano, y allí se encontró con el Desgarrat y sus amigotes, lo peorcito del pueblo, gente sospechosa que bebía silenciosamente, cambiando guiños y sonrisas con los enemigos del tío Sentó.
Algo se tramaba; las mujeres comentaban el caso con voz misteriosa, como si temieran que el pueblo fuese á arder por los cuatro costados.
Ya iba á salir la comitiva. ¡Gran Dios, qué batahola! Del polvo parecía surgir toda aquella chiquillería desgreñada y sucia que se arremolinaba en la puerta gritando ¡Ármeles, confits!... mientras que Dimdni se aproximaba rompiendo á tocar la Marcha Real.
jAUá va! Y el mismo tío Sentó soltó como un metrallazo el primer puñado de confites que, rebotando sobre las duras testas, se hundieron en el polvo, donde los buscaba á gatas la gente menuda, mostrando al aire las sucias posaderas.
Y desde allí hasta casa de los novios, fué aquello un bombardeo: la comitiva sin