ahupándose el dedo con avaricia, contemplaban los chicos de los convidados.
La fiesta prometía. El gozo reflejábase en los rostros rubicundos; en el corral se desataban los pellejos para hacer cataduras y tomar fuerzas, y por si algo faltaba, allá en la calle sonó la alegre dulzaina con escalas que parecían cabriolas. Hasta Dimoni estaba en la fiesta; bien decían que el novio no reparaba en gastos. Había que darle vino para que tocase mejor, y el enorme vaso iba de mano en mano desde el corral hasta la puerta de la calle, donde Dimóni empinaba el codo con gravedad, dejando el sobrante á su pelado tamborilero.
Ya era hora. Don Vicente esperaba en la iglesia, las campanas habían enmudecido y toda la comitiva nupcial salió en busca de la novia: ellas con su vestido hueco y la mantilla á los ojos, y los hombres arrastrando sus recias capas azules de larga esclavina y alto cuello, que les ponía rojas las orejas. Todo el pueblo esperaba á la puerta de la iglesia. Algunos parientes de la siñá Tomasa, violando la consigna de familia, estaban allí en última fila, y no pudiendo resistir la curiosidad, se empinaban pies en punta para ver mejor.
Primero, una turba de muchachos dando cabriolas en torno de Bimoni, que so-