ladas de sal, saliendo del agua para enseñar sus movibles cuernos al sol naciente; en un rincón toda una homada de rollos, esparciendo en aquel ambiente de sangre y grasa el perfume fragante del pan caliente y tierno; las especias á libras en una caja de latón; y de la bodega salían pellejos y más pellejos, que caían temblorosos en el suela como cuerpos palpitantes; unos enormes, conteniendo el vino rojo para la comida, y otros más pequeños, guardando el néctar de la bota del rincón, aquel patriarca del que se hablaba en el pueblo con respeto y que con su colorcillo claro y su corona de brillantes hacía caer al más valiente.
¿Y de dulces?... ¡Ave María! El tío Sentó se había traído toda una confitería de Valencia. En sacos estaban los confites para tirar, las almendras roñosas, los canelados, todos aquellos proyectiles de azúcar y almidón, duros como balas, que habían de cubrir de chichones las cabezas de la pedigüeña chiquillería; y dentro, en el estudi, guardábanse las cosas finas: las tortadas cubiertas de flores de caramelo y rematadas por mariposas que temblaban sobre un alambre; los tiernos pasteles de espuma, las bandejas monumentales henchidas de frutas confitadas, todos aquellos primores que desde la puerta, pálidos de emoción y