Aquello era un matadero. El cortante del pueblo, cuchillo en mano, les abría el gañote á las gallinas; los chicuelos dedicábanse con el mayor entusiasmo á pelar los cadáveres; revoloteaban nubes de plumas, pegándose al suelo manchado de sangre, y en las vacilantes llamas tostábase la flácida piel, todavía erizada de cañones, pasando después las víctimas á ser colgadas de una rama de la higuera, donde la tía Pascuala, vieja criada de la casa, con delicadezas de cirujano experto, abríalas en canal, sacando los higadillos y los ovarios, bocados exquisitos para el almuerzo de todos los ayudantes de cocina.
Daba gloria ver tan alegre agitación. Aquellas gentes, que en el resto del año vivían condenadas á manejar la azada de sol á sol, sin más consuelo que el tomate crudo, la sardina mohosa y el áspero bacalao, se embriagaban de grasa en la gigan tesca mundación de comida. ¡Lo que hace tener dinero! Bien se estaba en una casa como aquella con todo lo que Dios cría de bueno.
Las paellas mostrábanse con la panza hollinada y las entrañas brillantes corno plata, esperando el momento de chillar sobre las llamas: el arroz en sacos; los caracoles de montaña en enormes cazuelas or-