El notario lucía su ingenio, mientras el famélico escribiente se atracaba en representación propia y de su principal.
Aquel don Julián era el encanto de su rudo auditorio. Ya verían de lo que era capaz el día de la boda. Don Vicente el cura y él se habían de emborrachar, brindando por la felicidad de los novios: palabra de honor.
A las once terminó la fiesta de las cartas. El cura acababa de retirarse escandalizado de estar en pie á aquellas horas teniendo que decir la misa primera; el alcalde le había acompañado, y salió por fin el tío Sentó con el notario y el escribiente, los que llevaba á dormir á su casa.
Las calles estaban obscuras. Más allá de la casa de Marieta estaba la densa lobreguez de los campos, de la que salían rumores de follaje y cantos de grillos. Sobre los tejados parpadeaban las estrellas en un cielo de intenso azul. Ladraban los perros en los corrales, contestando á los relinchos de las bestias de labor. El pueblo dormía, y el notario y su ayudante andaban con precaución, temiendo tropezar con algún pedrusco de aquellas calles desconocidas.
— ¡Ave María purísima!—gritaba á lo lejos una voz acatarrada—; las onse... sereno.
Y don Julián sentíase algo intranquilo