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V. BLASCO IBÁÑEZ

revivía con los primeros soplos de la noche.

Los lóbregos faroles, cuyos palmitos de gas parecían pintados en la pared con almazarrón, dejábanlo todo en fresca penumbra; en las puertas destacábanse las manchas blancas de la gente casi en paños menores: chorreaban rítmicamente los balcones con el riego de las plantas; en cada balaustrada asomaba un botijo, y de arriba, de aquel cielo obscuro que parecía un lienzo apollillado transparentando lejana luz, descendía un soplo húmedo que reanimaba á la tierra, arrancándola suspiros de vida.

En todas las puertas sonaban el acordeón con su chillona melancolía, la guitarra con su rasgueo soñador, el canto á coro desentonado y estridente, y algunas veces en las esquinas estallaba una tempestad de aullidos, el estrépito de la lucha cuerpo á cuerpo, y los antipáticos perros chatos chocaban sus amenazantes cabezas de foca, hasta que el silletazo de algún vecino de buena voluntad los ponía en dispersión.

Despedazábanse en los corros enormes sandías; hundíanse las bocas en tajadas como medias lunas; pringábanse las caras con el rojo zumo; extendíanse los arrugados moqueros bajo la barba para no mancharse, y al fin, la gente, con el vientre hinchado de agua, sumíase en dulce beati-