padas y aprendiese á decirla ¡flor de guayaba! y ¡inulatita! como el otro, entonces podría ponerse en su presencia.
La buena moza fué inflexible, acabó por no escuchar, y desde entonces la calle de Borrull tuvo un alma en pena, que fué el Menut.
En las noches de verano, cuando el calor arrojaba á las familias en medio de la calle y se formaban corros en torno de las cenas servidas sobre mesitas de zapatero, la gente veía pasar al celoso chiquillo recatándose en la sombra, misterioso y fatídico como un traidor de melodrama.
La aparición terrorífica pasaba varias veces ante la puerta de Pepeta, lanzando miradas espeluznantes al coro que hacía la corte á la buena moza, y después desvanecíase por un escotillón: el cafetín donde el Menut, cual nuevo Prometeo, entregaba sus entrañas á las rampantes garras de las águilas amílicas.
¡Qué noches aquellas! Los nuevos amores de Pepeta tenían la acera por escenario y por coro aquel corrillo donde sonaba el acordeón, y ella recibía honores de reina festejada. A su lado, la madre, una vieja insignificante que no abría la boca sin recibir un bufido de Pepeta.
La calle, tostada todo el día por el sol.