del dragón bien valía la gracia de un tuno.
Le ofrecieron para su empresa las mejores armas de la ciudad, pero el vagabundo sonrió desdeñosamente, limitándose á pedir algunos días para prepararse. Los jueces, de acuerdo con él, dejáronle encerrado en una casa, donde todos los días eutraban algunas cargas de leña y una regular cantidad de vasos y botellas recogidos en las principales casas de la ciudad. Los valencianos agolpábanse en torno de la casa, contemplando de día el negro penacho de humo, y por la noche el resplandor rojizo que arrojaba la chimenea. Lo misterioso de los preparativos dábales fe. ¡Aquel brujo sí que mataba al dragón!...
Llegó el día del combate, y todo el vecindario se agolpó en las murallas, anhelante y pálido de ansiedad. Colgaban sobre las barbacanas racimos de piernas; agitábanse entre las almenas inquietas masas de cabezas.
Se abrió cautelosamente un postigo, dejando sólo espacio para que saliera el combatiente, y volvió á cerrarse con la precipitación del miedo. La muchedumbre lanzó una exclamación de desaliento. Aguardaba algo extraordinario en el paladín misterioso, y le veía cubierto con un manto y un capuchón de lana burda, sin más