Acabaron por familiarizarse con aquel bicho ruin como con la idea de la muerte, considerándolo una calamidad inevitable, y el valenciano que salía á trabajar sus campos, apenas escuchaba ruido cerca de la senda y veía ondear la maleza, murmuraba con desaliento y resignación:
— Me tocó la mala. Ya está ahí ese. Siquiera que acabe pronto y no me haga sufrir.
Como ya no quedaban hombres que fuesen en busca del dragón, éste iba al encuentro de la gente para no pasar hambre en su agujero. Daba la vuelta á la ciudad, se agazapaba en los campos, corría los caminos, y muchas veces en su insolencia se arrastraba al pie de las murallas y pegaba el hocico á las rendijas de las fuertes puertas, atisbando si alguien iba á salir.
Era un maldito que parecía estar en todas partes. El pobre valenciano, al plantar el arroz encorvándose sobre la charca, sentía en lo mejor de su trabajo algo que le acariciaba por cerca de la espalda, y al volverse tropezaba con el morro del dragón, que se abría y se abría como si la boca le llegase hasta la cola, y ¡zas! de un golpe lo trituraba. El buen burgués que en las tardes de verano daba un paseíto por las afueras, veía salir de entre los matorra-