Allí, en el río, estaba el peligro de la ciudad, la pesadilla de Valencia, la mala bestia cuyo recuerdo turbaba el sueño de las gentes honradas, haciendo amargo el vino y desabrido el pan. En un ribazo, entre aplastadas marañas de juncos, un lóbrego y fangoso agujero, y en el fondo, durmiendo la siesta de la digestión, entre peladas calaveras y costillas rotas, el dra gón, un horrible y feroz animalucho nunca visto en Valencia, enviado, sin duda, por el Señor—según decían las viejas ciudadanas—para castigo de pecadores y terror de los buenos.
¡Qué no hacía la ciudad para librarse de aquel vecino molesto que turbaba su vida!... Los mozos bravos de cabeza ligera
— y bien sabe el diablo que en Valencia no faltan—excitábanse unos á otros y echaban suertes para salir contra las bestia, marchando á su encuentro con hachas, lanzas, espadas y cuchillos. Pero apenas se aproximaban á la cueva del dragón, sacaba éste el morro, se ponía en facha para acometer, y partiendo en línea recta veloz como un rayo, á este quiero y al otro no, mordisco aquí y zarpazo allá, desbarataba el grupo; escapaban los menos, y el resto paraba en el fondo del negro agujero, sirviendo de pasto á la fiera para toda la semana.