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V. BLASCO IBÁÑEZ

llús, que indudablemente habría sido el fundador del pueblo!... Y todo esto lo había visto un forastero, sin más trabajo que llegar, y ellos no. ¡Cristo!

Al domingo siguiente, apenas el cura abandonó el pueblo para comer con un párroco vecino, una gran parte del vecindario corrió á la iglesia. El marido de la siñá Pascuala anduvo á palos con el sacristán para quitarle las llaves, y todos, hasta el alcalde y el secretario, entraron con picos, palancas y cuerdas. ¡Lo que sudaron!... En dos siglos lo menos no había sido levantada aquella losa, y los mozos más robustos, con los biceps al aire y el cuello hinchado por los esfuerzos, pugnaban inútilmente por removerla.

— ¡Fbrsa, fdrsa!—gritaba la Pascuala capitaneando aquella tropa de brutos—. ¡Abaix está él moro!

Y animados por ella redoblaron todos sus esfuerzos, hasta que después de una hora de bufidos, juramentos y sudor á chorros, arrancaron no sólo la losa, sino el marco de piedra, saltando tras él una gran parte de los ladrillos del piso. Parecía que la iglesia se venía abajo. Pero buenos estaban ellos para fijarse en el destrozo... Todas las miradas eran para la lóbrega sima que acababa de abrirse ante sus pies.