hacía yo sobre aquella losa que nadie en el pueblo, ni aun los más ancianos, habían visto nunca levantada. Mis negativas excitaron más su curiosidad, y por burlarme de ella me entregué á un juego de muchacho, arreglando las cosas de modo que todas las tardes, al llegar á la iglesia, me encontraba mirando la losa, hurgando en sus junturas.
Di fin á la restauración, quitamos los andamios; el altar lucía como un ascua de oro, y cuando le echaba la última mirada, vino la curiosa comadre á intentar por otra vez hacerse partícipe de mi secreto.
— Dlgameu, pintor—suplicaba—. Guardaré él seeret.
Y el pintor (así me llamaban), como era entonces un joven alegre y había de marchar en el mismo día, encontró muy oportuno aturdir á aquella impertinente con una absurda leyenda. La hice prometer un sinnúmero de veces, con gran solemnidad, que no repetiría á nadie mis palabras, y solté cuantas mentiras me sugirió mi afición á las novelas interesantes.
Yo había levantado aquella losa por arte maravilloso que me callaba, y visto cosas extraordinarias. Primero una escale ra honda, muy honda: después estrechos pasadizos, vueltas y revueltas; por fin una