encerrados en el establo, que iban a quedar excluidos del reparto de mercedes.
— Voy á enseñárselos—decía por lo bajo á su marido.
Y éste, tímido siempre, se oponía murmurando:
— Sería demasiado atrevimiento. Se enfadará el Señor.
Justamente, el arcángel Miguel, que había venido de mala gana á la casa de aquellos reprobos, daba prisas á su amo:
— Señor, que es tarde.
El Señor se levantó, y la escolta de arcángeles, bajando de los árboles, acudió corriendo para presentar armas á la salida.
Eva, impulsada por su remordimiento, corrió al establo, abriendo la puerta.
— Señor, que aun quedan más. Algo para estos pobrecitos.
El Todopoderoso miró con extrañeza aquella caterva sucia y asquerosa que se agitaba en el estiércol como un montón de gusanos.
— Nada me queda que dar—dijo—. Sus hermanos se lo han llevado todo. Ya pensaré, mujer; ya veremos más adelante.
San Miguel empujaba á Eva para que no importunase más al amo, pero ella seguía suplicando: