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V. BLASCO IBÁÑEZ

lencia con sus compras, Eva barrió y regó la entrada de la masía, la cocina y los estudis; puso á la cama la colcha nueva, fregoteó las sillas con jabón y tierra, y entrando en el aseo de las personas, se plantó su mejor saya, endosando á Adán una casaquilla de hojas de higuera que le había arreglado para los domingos.

Ya creía tenerlo todo corriente, cuando la llamó la atención el griterío de su numerosa prole. Eran veinte ó treinta... ó Dios sabe cuántos. ¡Y cuan feos y repugnantes para recibir al Todopoderoso! El pelo enmarañado, la nariz con costras, los ojos pitarrosos, el cuerpo con escamas de suciedad.

— ¡Cómo presento esta pillería!—gritaba Eva—. El Señor dirá que soy una descuidada, una mala madre... ¡Claro! los hombres no saben lo que es bregar con tanto chiquillo.

Después de muchas dudas, escogió los preferidos (¡qué madre no los tiene!), lavó los tres más guapitos, y á cachetes llevó hasta el establo á todo aquel rebaño triste y sarnoso, encerrándolo á pesar de sus protestas.

Ya era hora. Una nube blanquísima y luminosa descendía por el horizonte, y el espacio vibraba con rumor de alas y la me-