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V. BLASCO IBÁÑEZ

Pasaban las horas, y nuestro fraile pensaba ya en tomar el camino del infierno, esperando que allí le recibirían mejor, cuando vio salir de entre dos nubes, aproximándose lentamente, una mujer tan grande y gorda como él, que caminaba balanceándose, empujando su tripa hinchada como un globo.

Era una monjita que había muerto de un cólico de confituras.

— Padre—dijo dulcemente al frailóte, mirándolo con ojos tiernos—, ¿qué no abren á estas horas?

— Aguarda; ahora entraremos. ¡Lo que discurría aquel hombre! En un momento acababa de inventar una de sus marrullerías.

Ya saben ustedes que los soldados que mueren en la guerra entran en el cielo sin obstáculo alguno. Si no lo sabían, ya lo saben. Los pobres entran tal como llegan; hasta con botas y espuelas, pues algún privilegio merece su desgracia.

— Échate las faldas á la cabeza—ordenó el fraile.

— (Pero, padre mío!—contestó escandalizada la monjita.

— Haz lo que te digo y no seas tonta

— gritó el padre Salvador con autoridad—. ¿Quieres disputar conmigo que tengo tan-