ademán de una señora bien segura de la sumisión de su siervo.
¿Qué buscaba allí? En la cocina tenía á la criada. ¿No podía estudiar tranquila un rato?
Nunca pudo recordar Nelet cómo salió del salón. Debió retroceder cabizbajo y vacilante, como una bestia herida. Le zumbaban los oídos, su cara quemaba, y pensando en aquel otro que se quedaba tranquilo y satisfecho junto al piano, repetíase mentalmente: «¡Dios mío, qué vergüenza!» Estaba inmóvil en mitad del corredor que conducía al salón, con el rostro en la pared, como si quisiera incrustarlo en ella, cegar para siempre, y aun así todavía recibió el último latigazo, oyendo la vocecilla del de los lentes de oro:
—¡Moscón más pesadol Ese muchacho parece que me odie, que nos persiga como si sintiera celos.
— ¡Qué idea! Es el hijo de mi nodriza: un infeliz, un bruto... pero con buen corazón.
Y tras breve pausa sonaron, amortiguados por los cortinajes, dos chasquidos leves y misteriosos, que los sintió Nelet como un par de puñaladas. Tal vez era el piano que crujía ó la hoja del cuaderno que se doblaba; pero el pobre muchacho,