una ingrata con tanto como la amaban alia en Paiporta, y él sobre todos!
Una mañana entró en la casa encontrando la puerta abierta. La churra no es taba en la cocina. En el despacho leía don Esteban con la nariz casi pegada á unos autos y en el salón sonaba el monótono tecleo formando escalas cada vez más perezosas y desmayadas.
Entró con su paso cauteloso de morisco, que aun hacían más imperceptible las ligeras alpargatas, y al reflejarse su figura en un espejo como silenciosa aparición, María dio un grito de sorpresa y de miedo.
Allí estaba el maldito abogadillo de los lentes de oro, casi doblado sobre el piano, al lado de María, como si fuese á volver una hoja del cuaderno que ocupaba el atril, pero con la cabeza tan junta á la de la joven, que parecía querer devorarla.
¡Rediél!... ¿Para cuándo eran las bofetadas?
Y lo peor fué que María, aquella Marieta que un año antes le trataba á cachetes como traviesa y cariñosa hermana, aquella á la que nunca quiso comparar con su madre temiendo que ésta resultase menos querida, le miró fijamente con un relampagueo de odio, y se puso en pie con el