avergonzadas de que estuvieran por más tiempo al descubierto aquellas medias que amenazaban estallar con la expansión de la robustez juvenil.
Marieta no iba a ser una beldad; pero tenía la frescura de la juventud, vigor saludable y unos ojazos valencianos, negros, rasgados y con ese misterioso fulgor que revela el despertar del sexo.
Y como si la niña adivinase la proximidad de algo grave y decisivo que la privaría en adelante de tratar á su hermano como si aun anduviesen por los campos, hablaba á Nelet con seriedad, evitando los juegos de manos, las intimidades propias de una infancia sin malicia ni preocupaciones.
En fin, que un día, al entrar Nelet en la casa quedóse asombrado, como si un fantasma le hubiese abierto la puerta.
Aquella no era Marieta; se la habían cambiado.
Era una muñeca con el pelo arrollado y puntiagudo sobre la nuca, conforme á la moda, y una horrible falda larga que la cubría los pies.
Parecía muy complacida de verse mujer, de haberse librado de la trenza suelta y la pierna al aire, signos de insignificancia infantil, pero á él le faltó poco para llorar,