¡Pobre Nelet! Marchaba como un explorador de misterioso territorio hacia aquella ciudad que, bañada por los primeros rayos del sol, recortaba su rojiza crestería de tejados y torres sobre un fondo de blanquecino azul.
Dos ó tres veces había estado allí, pero amparado por su madre, agarrado á sus faldas, con gran miedo á perderse. Recordaba con espanto la ruidosa batahola del Mercado y aquellos municipales de torvo -ceño y cerdosos bigotes, terror de la gente menuda; pero á pesar de los espantables peligros, seguía adelante, con la firmeza del que marcha á la muerte cumpliendo su deber.
En la puerta de San Vicente se animó viendo caras amigas; fematers de categoría superior, dueños de una jaca vieja para cargar el estiércol y sin otra fatiga que tirar del ramal gritando por las calles el famoso pregón: Ama, ¿hiáfem?
Uno de ellos era vecino del muchacho, y hasta se susurraba si andaba enamorado de una de sus hermanas, aunque no hacía más que dos años que estaba pensando en declarar su pasión, circunstancias que no impidieron que con pocas palabras diese un susto á Nelet.
De seguro que no llevaba licencia. ¿No