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V. BLASCO IBÁÑEZ

las sábanas sus brazos enflaquecidos, ahogando con penosos estertores el dolor que sentía en las llagadas entrañas al incorporarse.

— ¡La oreüa!... ¡La orella d eixe lladre! Rechinaron sus dientes con los dos fuertes mordiscos que dio al asqueroso cartílago, y sus hermanos, sonriendo complacidos al comprender hasta dónde llegaba la furia de su cachorro, tuvieron que arrebatarle la oreja de Pepet para que no la devorase.