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V. BLASCO IBÁÑEZ

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zada sobre los ríñones; los que no tenían aún categoría para vivir de la tremenda,, pero que sentían por Pepet la misma adoración de los salvajes ante un astro nuevo.

Y todos ellos, que pretendían meter miedo al mundo con un solo gesto, lloraban en el cementerio, en torno de la fosa, al ver los húmedos terrones que caían sobre el ataúd.

¿Y un hombre así, más bien plantado que el que paró al sol, se lo habían de comer la tierra y los gusanos?... ¡Retapones! aquello partía el corazón.

La chavalería esperaba con ansiosa curiosidad las ceremonias de costumbre en tales casos; algo que demostrase al que se iba que aquí quedaba quien ge acordaba de él.

Sonó un glu glu de líquido, cayendo sobre la rellena fosa. Los compañeros de Pepet, foscos como sacerdotes de terrorífico culto, vaciaban botellas de vino sobre aquella tierra grasicnta, que parecía sudar la corrupción de la vida.

Y cuando se formó un charco rojizo y repugnante, toda aquella hermandad del valor malogrado tiró de las teas y uno por uno fueron trazando en el barro furiosas cruces con la punta del cuchillo, al mismo tiempo que mascullaban terribles palabras