intentara cantar, allí estarían sus hermanos para enseñarle la obligación.
A quien debía mirar de lejos era á los Bandullos que quedaban sanos. Eran gente de cuidado. Para ellos, lo importante era pegar, y si de podían de frente, lo mismo les daba á traición. ¡Ojo, Pepet! Aquello no lo perdonarían, más que por el hermano, por el buen sentimiento de la familia.
Pero al valentón ribereño aun le dura ba la excitación de la lucha y sonreía despreciativamente. Al fin aquello tenía que ocurrir. Había venido á Valencia para pegarles á los Bandullos; doude estaba él no quería más guapos; ya había asegurado á uno; ahora que fuesen saliendo los otros y á todos los arreglaría.
Y como prueba de que no tenía miedo, al pasar el puente de San José y meterse todos en la ciudad amenazó con un par de guantadas al que intentara acompañarle.
Quería ir solo por ver si así le salían al paso aquellos enemigos. Conque... ¡largo, y hasta la vistal
¡Qué hígado de hombre! Y la turba bravucona se disolvió, ansiosa de relatar en cafetines y timbas la caída de los Bandullos, añadiendo con aire de importancia que habían presenciado la terrible gabinetá de