del hermano mayor, Néstor de la familia, cuyas indicaciones seguían todos ciegamen te. Aun no se había acabado el mundo. Lo que él aconsejaba y siempre salía bien: paciencia y mala intención.
El pequeño, pálido, casi exánime, echan do sangre y más sangre por entre la faja, fué llevado por sus hermanos á la tartana, que aguardaba cerca de la alquería desde que trajo por la mañana todo el arreglo de la paella.
¡Arrea, tartanero!... ¡Al Hospital! Donde van los hombres cuando están en desgracia.
Y la tartana se alejó dando tumbos r que arrancaban al herido rugidos de dolor.
Pepet limpió su cuchillo con hojas de ensalada que había en el suelo, lo lavó en la acequia y volvió á guardarlo con tanto cariño como si fuese un hijo.
El ribereño había crecido desmesuradamente á los ojos de todos aquellos emancipados que le rodeaban, y de regreso á Valencia, por la polvorienta carretera, se quitaban la palabra unos á otros para darle consejos.
A la policía no había que tenerle cuidado. Entre valientes era de rigor el silencio. El pequeño diría en el Hospital que no conocía á quien le hirió, y si era tan ruin que