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V. BLASCO IBÁÑEZ

no servíale para taparse, recostando el cuerpo sobre los húmedos baldosines, resignado á helarse por debajo con tal de sentir arriba un poco de calor.

Niño, á pesar de sus amarguras, vendía el pan de la cárcel por diez céntimos para una partida de pelota en el patio ó un racimo de uvas, y á la hora del rancho echábase á la espalda la mano izquierda, y mirando con envidia á los que empuñaban un mendrugo, hundía su cuchara en el insípido rancho para engañar el estómago con ilusorio alimento.

Y así vivía, sin estar aún enterado de por qué razones se preocupaban de él y lo enviaban á la cárcel quince días, para vol ver á meterlo apenas pisaba la calle. Le cogió la policía en una de sus redadas; pilláronle en el Mercado, su casa solariega: tal vez conocían su afición á la fruta, que él consideraba de posesión común, y desde entonces vióse condenado á no gozar de libertad más que unas pocas horas cada quince días.

Sabía que le pillaban por blasfemo. ¿Qué sería aquello? Y, sin saber por qué, recordaba que los agentes, cuando intentaba escaparse, le daban de bofetadas con acompañamiento de interjecciones en que barajaban á Dios y los santos.