revelarse y que el deber le obligaba á ig norar eternamente.
Bien pagaba su encumbramiento. ¡Maldita idea la de aquella buena señora que quiso hacer un sacerdote del mocetón fornido, que antes que continencias necesitaba esparcimientos y escapes para su plétora de vida!
Subía, sí, pero encadenado para siempre; se hallaba por encima de las gentes entre las que nació, pero recordaba sus estudios clásicos, la fábula del audaz Pro meteo, y se veía amarrado para siempre á la roca inconmovible de la fe jurada, inde fenso y á merced de la pasión carnal que le devoraba las entrañas.
Su firme devoción de campesino aterrábase ante la idea de ser un mal sacerdote: el sexo, que había despertado en él para siempre como inacabable tormento, desvanecía toda esperanza de tranquilidad; y en este conflicto, el cura, asustado ante el porvenir, se entregó al desaliento é inclinando su cabeza sobre el alféizar, cubriéndose los ojos con las manos, lloró por los pecados que no había cometido y por aquel error que había de acompañarle hasta la tumba.
Una húmeda sensación de frescura le hizo volver en sí.
Amanecía. Por la parte del mar rasga-