obediente, al tamborilero, algún pillete recogido en los caminos, con el cogote pelado por los tremendos pellizcos que al descuido le largaba el maestro cuando no redoblaba sobre el parche con brío, y que si cansado de aquella vida nómada abandonaba al amo, era después de haberse hecho tan borracho como él.
No había en toda la provincia dulzainero como Dimòni; pero buenas angustias les costaba á los clavarios el gusto de que tocase en sus fiestas. Tenían que vigilarlo desde que entraba en el pueblo, amenazarle con un garrote para que no entrase en la taberna hasta terminada la procesión, ó muchas veces, por un exceso de condescendencia, acompañarle dentro de aquélla para detener su brazo cada vez que lo tendía hacia el porrón. Aun así resultaban inútiles tantas precauciones, pues más de una vez, marchando grave y erguido, aunque con paso tardo, ante el estandarte de la cofradía, escandalizaba á los fieles rompiendo á tocar la Marcha Real frente al ramo de olivo de la taberna, y entonando después el melancólico De profundis cuando la peana del santo patrono volvía á entrar en la iglesia.
Y estas distracciones de bohemio incorregible, estas impiedades de borracho,