enorme mole y que le perforaba la frente con un tornillo sin fin.
Don Vicente estaba enfermo.
La misma siñá Tona, reconociéndolo, le permitió, con harto dolor, que se retirase de la fiesta, y el cura, con paso firme, pero con la vista turbia y zumbándole los oídos, se encaminó a su casa, seguido de su alarmada madre, que no quiso permanecer ni un instante más en la boda.
No era nada; podía tranquilizarse: el maldito poniente y la agitación del día. No necesitaba más que dormir.
Y cuando penetró en su cuarto, en la casita nueva que habitaba en el pueblo desde su primera misa, tiró el sombrero y el manteo, y sin quitarse el alzacuello ni tocar su sotana, se arrojó de bruces con los brazos extendidos en su blanca cama de célibe, extinguiéndose inmediatamente los débiles destellos de su razón y sumiéndose en la lobreguez más absoluta.
IV
Poblóse la negra inmensidad de puntos rojos, de infinitas y movibles chispas, como si aventasen gigantesca hoguera; sintió que