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V. BLASCO IBÁÑEZ

por la impaciencia, tomando con sus dedos romos la redonda barbilla de Toneta, entre la algazara de los convidados, y hundiendo las manos bajo la mesa, mientras miraba á lo alto con la expresión inocente del que no ha roto un plato en su vida.

Aquello no podía seguir. Don Vicente se sentía enfermo. Oleadas de sangre caldeaban su rostro, parecíale que el viento seco y ardoroso que inflamaba la piel se había introducido en sus venas, y su olfato dilatábase con nervioso estremecimiento, como excitado por aquel ambiente de pasión carnívora y brutal.

No quería ver; deseaba olvidar, aislarse, sumirse en dulce y apática estupidez; y guiado por el instinto, vaciaba su vaso, que la cortesanía labriega cuidaba de tener siempre lleno.

Bebió mucho, sin conseguir que aquel sentimiento de envidia y de despecho se amortiguase; esperaba las nieblas rosadas de una embriaguez ligera, algo semejante á la discreta alegría de sus meriendas de seminarista, cuando á los postres él y sus compañeros, con la más absoluta confianza en el porvenir, soñaban en ser papas ó en eclipsar á Bossuet; pero lo que llegó para él fué una jaqueca insufrible, que doblaba <su cabeza, como si sobre ella gravitase