ban horror, teniéndolas como tentaciones del Malo. La mujer era para él un mal necesario é imprescindible para el sostenimiento del mundo; la bestia impúdica de que hablaban los Santos Padres.
La belleza era amenazante monstruosidad: temblaba ante ella poseído de repugnancia y sordo malestar, y sólo se sentía tranquilo y confiado en presencia de aquella beldad que, vestida de blanco y azul, pisando la luna, yergue su cabeza en los altares con, arrobadora dulzura. Su contemplación provocaba en el seminarista explosiones de indefinible cariño, y también participaba de éste aquella otra criatura terrenal y grosera á la qué él consideraba como hermana.
No era sacrilegio ni mundana pasión. Toneta resultaba para él una hermana, una amiga, un afecto espiritual que le acompa fiaba desde su infancia: todo, menos una mujer. Y tal era su ilusión, que en aquel momento, entre la algazara del banquete, entornando los ojos, le parecía que se transformaba, que su rostro vulgar y moreno dulcificábase con expresión celestial, que se elevaba de su asiento, que su falda rameada y su pañuelo de pájaros y flores, convertíase en cerúleo inauto, lo mismo que en la otra, cuya belleza se ensalza con los