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V. BLASCO IBÁÑEZ

correrías, la que, cuando no rodaba en los pajares ó bajo las mesas de las tabernas, aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera un nuevo miembro creado por la Naturaleza en un acceso de filarmonía.

Las mujeres, que se burlaban de aquel insigne perdido, habían hecho un descubrimiento: Dimòni era guapo. Alto, fornido, con la cabeza esférica, la frente elevada, el cabello al rape y la nariz de curva audaz, tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo que recordaba al patricio romano, pero no de aquellos que en el período de austeridad vivían á la espartana y se robustecían en el Campo de Marte, sino de los otros, de aquellos de la decadencia, que en las orgías imperiales afeaban la hermosura de raza colorando su nariz con el bermellón del vino y deformando su perfil con la colgante sotabarba de la glotonería.

Dimòni era un borracho. Los privilegios de su dulzaina, que por lo maravillosos le habían valido el apodo, no llamaban tanto la atención como las asombrosas borracheras que pillaba en las grandes fiestas.

Su fama de músico le hacía ser llamado por los clavarios de todos los pueblos, y veíasele llegar carretera abajo siempre erguido y silencioso, con la dulzaina en el sobaco, llevando al lado, como gozquecillo