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V. BLASCO IBÁÑEZ

sus juegos, que eran verdaderas diabluras,. y después el rápido crecimiento y el cambio de suerte; ella á Valencia todos los días con sus cestos de flores, y él al Seminario protegido por doña Ramona, que, en vista de su afición á la lectura y de cierta viveza de ingenio, quería hacer un sacerdote de aquel retoño de la miseria rural.

Luego venían los días mejores, cuyo recuerdo parecía perfumar dulcemente todo su pasado.

¡Cómo amaba él á aquella buena hermana, que tantas veces le había fortalecido en los momentos de desaliento!

En invierno salía de su barraca casi al amanecer, camino del Seminario.

Pendiente de su diestra, en grasiento saquillo, lo que entre clase y clase había de devorar en las alamedas de Serranos: medio pan moreno con algo más que, sin nutrirle, engañaba su hambre; y cruzado sobre el pecho á guisa de bandolera, el enorme pañuelo de hierbas envolviendo los textos latinos y teológicos, que bailoteaban á su espalda como movible joroba. Así equipado pasaba por frente al huerto de la siñá Tona, aquella pequeña alquería blanca con las ventanas azules, siempre en el mismo momento que se abría su puerta para dar paso á Toneta, fresca, recién lavada,