pobres padres, que le contemplaban con la expresión del escultor devoto que, terminada la obra, se prosterna ante ella creyéndola de origen superior.
Lloraba la gente contemplando el apretado grupo en que se confundía la dorada casulla con las negras ropas de los viejos, y las tres cabezas unidas agitábanse con rumor de besos y estertor de gemidos.
El impulso de la curiosa muchedumbre rompió el grupo conmovedor, y el cura quedó separado de los suyos, entregado por completo al público, que se empujaba por alcanzar las sagradas manos.
Aquello resultaba interminable. Benimaclet entero rozaba con besos sonoros como latigazos aquellas manos velludas, llevándose en los labios agrietados por el sol y el aire una parte de los perfumes.
Ahora sí que, agobiado por la presión de aquella multitud que se apretaba contra la poltrona, falto de ambiente y de reposo, iba á desmayarse de veras el nuevo cura.
Y en la asfixiante batahola, cuando ya se nublaba su vista y echaba atrás la cabe za, recibió en su diestra una sensación de frescura, difundiéndose por el torrente de su sangre.
Eran los rojos labios de la bueua hermana, de Toneta, que rozaban su epider-