V. BLAsCO IBÁÑEZ
aprovecharía su elevación para el bien; y envolvía en una mirada de inmenso cariño á todas las caras conocidas que estaban abajo, veladas por el intenso vaho de la fiesta; su madrina, el tío Bollo y la siñá Pascuala, que gimoteaban como unos niños con la nariz entre las manos, y aquella Toneta, la florista, su compañera de infancia,, excelente muchacha que erguía con asombro la soberbia cabeza de beldad rifeña, como si no pudiera acostumbrarse á la idea de que Visan tet, aquel mozo al que trataba como un hermano, se había convertido en grave sacerdote con derecho á conocer sus pecadillos, á absolverla.
Continuaba la ceremonia. El nuevo cura agitado por la emoción, por la felicidad y por aquel ambiente cargado de asfixiantes perfumes, seguía la celebración de la misa como un autómata, guiado muchas veces por sus compañeros, sintiendo que las piernas le flaqueaban, que vacilaba su robusto cuerpo de atleta, y sostenido únicamente por el temor de que la debilidad le hiciera incurrir en algún sacrilegio.
Como si se moviera en las nieblas de un sueño, realizó todas las partes que quedaban del misterio de la misa: con insensibilidad que le asombraba, verificó aquella consumación en la que tantas veces había