También él en ciertos momentos paseaba su miraba con expresión de ternura por aquel apiñado concurso. Sentado en sillón de terciopelo, entre sus dos diáconos, viejos sacerdotes que le habían visto nacer, oía conmovido la voz atronadora del predicador ensalzando la importancia del sacerdote cristiano y elogiando al nuevo combatiente de la fe que con aquel acto entraba á formar parte de la milicia de la Iglesia.
Sí, era él: aquel día se emancipaba de la esclavitud del terruño, entraba en este mundo poderoso que no repara en orígenes: escala accesible á todos, que se remonta desde el mísero cura, hijo de mendigos, al Vicario de Dios; tenía ante su vista un porvenir inmenso, y todo lo debía á sus protectores, á aquella buena señora obesa y sudorosa bajo la mantilla de blonda y el negro traje de terciopelo, y á su hijo, al que el celebrante, por la costumbre de humilde arrendatario, había de llamar siempre el señorito.
Los peldaños del altar mayor que le elevaban algunos palmos sobre la muchedumbre, percibíalos él en su futura vida como privilegio moral que había de realzarle sobre todos cuantos le conocieron en su humilde origen. Los más generosos sentimientos le dominaban. Sería humilde,