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V. BLASCO IBÁÑEZ

músicas, flores é incienso, debía estarse en el cielo, aunque un poco más anchos y sudando menos.

Todos se hallaban en la casa de Dios por derecho propio. Aquel que estaba allí arriba sobre las gradas del altar, cubierto de doradas vestiduras, moviéndose con solemnidad entre azuladas nubéculas, y á quien el predicador dedicaba sus más tonantes períodos, era uno de los suyos, uno más que se libraba del rudo combate con la tierra para hacer concebir incesantemente á sus cansadas entrañas.

Los más, le habían tirado de la oreja por ser mayores, otros, habían jugado con él á las chapas, y todos le habían visto ir á Valencia á recoger estiércol con el capazo á la espalda, ó arañar con la azada esos pequeños campos de nuestra vega, que dan el sustento á toda una familia.

Por eso su gloria era la de todos; no había quien no creyese tener su parte en aquel encumbramiento, y las miradas estaban fijas en el altar, en aquel mocetón fornido, moreno, lustroso, resto viviente de la invasión sarracena, que asomaba por entre niveos encajes sus manazas nervudas y vellosas, más acostumbradas á manejar la azada que á tocar con delicadeza los servicios del altar.