multitud, parecía un trozo de negro cielo, en el que se destacaban como simétricas constelaciones los puntos luminosos de los cirios.
¡Qué derroche de cera! Bien se conocía que era la madrina aquella señora de Valencia, de la que los Bollos eran arrendatarios, la cual había costeado la carrera del chico.
En toda la iglesia no quedaba capillita ni hueco donde no ardiesen cirios; las arañas cargadas de velas centelleaban con irisados reflejos, y al humo de la cera uníase el perfume de la flores que formaban macizos sobre la mesa del altar, festoneaban las cornisas y pendían de las lámparas en apretados manojos.
Era antigua la amistad entre la familia de los Bollos y la siñá Tona y su hija, famosas floristas que tenían su puesto en el mercado de Valencia, y nada más natural que las dos mujeres hubiesen pasado á cuchillo su huerto, matando la venta de una semana para celebrar dignamente la primera misa del hijo de la siñá Pascuala.
Parecía que todas las flores de la vega habían huido para refugiarse allí, empujan dose medrosicas hacia la bóveda. El Sacramento asomaba entre dos enormes pirámides de rosas y los santos ángeles del altar