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V. BLASCO IBÁÑEZ

gozado con la caída del hombre inexorable, al verle después sombrío, reconcentrado, ante la misma cuna cubierta de flores blancas, pasando la mano temblorosa sobre la pálida frente de Pilin, helada con ese frío especial que sube por el brazo hasta el corazón, y mirando de vez en cuando al cielo con expresión desesperada, como si por allá arriba anduviese algún prófugo contra el que preparaba la más terrible de las acusaciones.

¡Pobre Pilín! ¿Qué has hecho? No más caperuzas; ya no te burlarás de la ley lanzando tu ruidosa protesta sobre la vindicta pública; tu eterna cuna será esa cajita blanca, coquetona, acolchada como una bombonera, que tu padre mira con ganas de deshacerla de una patada; ya no tendrás quien te acaricie la fina piel, quien besuquee la redonda faz con que escupías á la justicia; tu esclava está ahora mirando la pared con fijeza estúpida, abiertos los ojos como platos, con el asombro y el temor de una niña que ve romperse entre sus manos el más lindo juguete.

Bien emprendes tu viaje. Tu padre te coloca sobre el almohadillado de esa blanca barquilla que va á conducirte á lo descono cido; y partes indiferente, sin que te hagan estremecer las lágrimas que, resbalando