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trándome a buscar el calor de vuestros recuerdos, cuando nada me quedaba de pureza.

Mi alma está pobre, pobre, más que el lazarillo del mendigo, y hay tanta tristeza en mi interior como en un campo desvastado. Tronché con inquietud febril, todo lo bello que salió a mi encuentro, mancillé ilusiones, destrozé el alma que me ofreció un amor sencillo, hurgué en el vicio, y en su charco dejé mi sana juventud.

¡Ah si pudierais ver lo enfangado y harto que está mi espíritu, no me maldeciríais, muertos míos!

Sólo me resta terminar la obra destructora... Al decir esto cruzó en un azote negro la frente del mancebo el látigo del misterio.

Largo rato estuvo caviloso, apoyado en el muro del templo. Luego, como saliendo de un sueño, cogió el ancho sombrero caído sobre las losas y salió del recinto, tambaleante, pesaroso en dirección al camino que llevaba a la montaña.