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Sabina cogía un gran pañolón de vicuña y se embozaba en él; desprendía el rosario de la perilla del lecho, y después de besar el crucifijo, lo deslizaba en el gran bolsillo de su delantal de tela azul a cuadros blancos.

—¿Está lista la comitiva? — preguntaba Luz, mi hermana mayor.

—Sí, sí, vamonos ligerito para estar más rato, —respondíamos en coro.

Salíamos, una por una, reteniendo la respiración, íbamos tan ondulantes, bajo nuestros mamelucos blancos, que tomábamos apariencia de gigantescos gatos a quienes les hubiese dado el capricho de bailar en el arabesco que dibuja en las arenas el fulgor de la luna.

Leal, el perro guardián, era cómplice de nuestras escapadas. En cuanto nos veía, se arrimaba a nosotros, lamiéndonos las manos y azotando nuestras capas con el vaivén de su alegre cola.

—¡Chut, Leal, despacito! Que nos puede oír mamacita, y entones... se acabó la fiesta!