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que la observaban detrás de una barca en la orilla opuesta.

¡Qué iba a notar ella el lobo!

Pero la humana fiera, estaba codiciosa de la imagen que se destacaba en medio de la brillante naturaleza, cual una esbelta flor primaveral.

De un brinco saltó a la barca, a espaldas de ella, y acercándose sin ser notado, la sorprendió con saludo amable impregnado de perfidias y de mieles.

—Buenos días, Caperucita Roja. Benditos mis OJOS que te ven y mi corazón, que a tu sonrisa se adelanta.

–Buenos días, señor, —respondió azorada la niña,— ¿por dónde ha llegado usted, que no le he visto?

—La corriente me trajo hasta aquí; venía de pescar. ¿Te gustan los pececillos rojos, Caperucita? Son tocayos tuyos.